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La cadena de mentiras en el entorno del presidente Donald Trump por el asunto de la conexión rusa que, según varias hipótesis, habría determinado la derrota de la candidata demócrata Hillary Clinton, podría desencadenar su renuncia o, por su persistencia, su destitución. Las recientes declaraciones de Michael Flynn, excercanísimo colaborador del entonces candidato Trump y luego alto funcionario para asuntos de seguridad del Gobierno, han remecido a la opinión pública estadounidense. Flynn, casi sometido a una suerte de detector de mentiras, ha dado marcha atrás en su testimonio inicial y ha terminado confesando al FBI que efectivamente sí mantuvo conversaciones con Sergey Kislyak, el embajador ruso en Washington, acerca de las sanciones impuestas a Rusia por el expresidente Barack Obama. Por si fuera poco, también ha revelado que sus conversaciones con el diplomático ruso las dio a conocer a KT McFarland, un analista de Fox News, entre otros. En el sistema jurídico anglosajón, y en general en el sistema político de EE.UU., la mentira no se perdona. Es un pecado capital cuyo efecto es letal. El artículo 1 de la Constitución del país -la única que ha tenido desde 1789, en que fue sancionada- señala que el presidente puede ser acusado y removido por traición y soborno. El segundo supuesto delictivo pareciera ser el que los opositores de Trump tratan de construir a cualquier precio. Los negocios del presidente en torno a los rusos habrían tejido un conjunto de sensibilidades que podrían traerlo abajo. El fondo del asunto es que si prosperaran más revelaciones de conciencia como la de Flynn, el circuito en torno al mandatario podría impactarlo hasta acorralarlo y acabar muy mal, y no estoy exagerando. El próximo año tocará renovación en el Congreso, y con un gobierno central desgastado sin que siquiera llegar al año, los demócratas podrían volver a recuperar el Capitolio. Trump debe estar midiendo sus cartas para actuar ante eventuales complejísimos escenarios.