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Para algunos expertos, a Venezuela nunca debió retirársele la invitación a la VIII Cumbre de las Américas en Lima invocando la Declaración de Quebec (2001), que acordó realizar consultas -siempre prerrogativa del Estado- para no extenderla a los países de incuestionables evidencias de ruptura del régimen democrático, como es el caso de Cuba y Honduras, requiriendo que Caracas sea tratado en iguales condiciones que La Habana y Tegucigalpa. Eso no es así y lo voy a explicar. En ciencia política y en relaciones internacionales -esa es su diferencia sustantiva con el derecho internacional, que prioriza la norma jurídica internacional- son más factores los que intervienen en el comportamiento de los actores visibles y en la toma de decisiones, como por ejemplo el poder y sus consecuencias, tanto para el frente interno como externo de los Estados. En otras palabras, en las actuales circunstancias, medir con la misma vara los casos de Cuba y Honduras con el de Venezuela es desconocer el análisis costo-beneficios de la falta absoluta de olfato político sustantivo y de fondo. Con Cuba y Honduras el Perú mantiene relaciones bilaterales con normalidad, es decir, sin crisis de nada. Que sepamos, a diferencia de Venezuela, mantenemos relaciones diplomáticas al más alto nivel; además, no tenemos registro alguno de que nuestro presidente haya sido insultado por su homólogo cubano u hondureño o que sus cancilleres hayan llamado “cobarde” a Pedro Pablo Kuczynski, o, finalmente, no creo que en el Perú haya 100 mil cubanos o igual número de hondureños que, como en el caso de los llaneros, ante la sola presencia de Maduro en el país, el orden interno podría verse alterado. Ante ese contexto que supera lo jurídico, todo gobierno debe sopesar causas y efectos. Hay que estar en los zapatos del que tiene el poder, más aún cuando el frente interno políticamente se muestra vulnerable. La soberanía siempre será superior, porque debe privilegiarse el interés nacional, que es superior a cualquier otro imperativo.