GF Default - Imported ANS Video id=8fad72e5-655c-428e-943a-9ce73bbf09d3
GF Default - Imported ANS Video id=8fad72e5-655c-428e-943a-9ce73bbf09d3

Claramente hoy no tenemos la distancia suficiente para evaluar con serenidad el papel de Alan García en la historia reciente de nuestro país, y esta generación no estará en condiciones de librarse de los apasionamientos que hoy guían las opiniones. El haber sido de los pocos en llegar democráticamente a ser dos veces presidente del Perú y el segundo hombre en importancia del partido político más influyente del siglo XX hace más complejo el esfuerzo. Pero también su polémica personalidad, tan encantadora como ambiciosa de poder y admiración; un político de extraordinarias cualidades, de inmensos errores y poco dado a la transparencia. Y hasta su propia muerte, sobre la que abundan interpretaciones fascinadas y condenas adelantadas, difícilmente podría aspirar en estos días a reclamar ser aquello de la “primera versión de la historia”.

Un acto digno de quien se niega a “desfilar esposado guardando su miserable existencia” frente al vejamen de una prisión sin causa, o un acto cobarde de quien una vez más pudo escapar de la justicia. Dependerá del prisma de quien lo vea. La manera en que Alan García puso fin a su vida ha sido un acto político que deja con las manos vacías a quienes buscaban -honestamente o no- su detención, y se lleva la posibilidad de alcanzar una verdad judicial sobre su responsabilidad en los delitos que se le atribuyen. Sin embargo, será importante saber lo que efectivamente Jorge Barata tenga que decir, y si tenía las pruebas para incriminar a García, como tanto se especula.

Han sido excesivas las acusaciones contra fiscales y jueces de ser indirectamente responsables de la muerte de García, pero sí lo son de dictar medidas que van contra la libertad y la dignidad de las personas con interpretaciones caprichosas y feble conocimiento del Derecho, permitiendo que la llamada lucha anticorrupción empiece a ser vista críticamente en el exterior como un ejemplo precisamente de lo que no debe hacerse en democracia, algo de lo que son perfectamente conscientes hasta sus más entusiastas defensores. La superioridad moral sobre la corrupción está precisamente en el respeto a los principios democráticos. De barbaridades “legales” y acusaciones populares está llena la historia.