A la recuperación del Senado, la reelección inmediata de congresistas y la eliminación de la cuestión de confianza obligatoria al primer ministro, se suma el reciente debate congresal para restablecer la inmunidad parlamentaria por reforma constitucional. Los argumentos jurídico-políticos deben centrarse en la conveniencia de sujetar las relaciones ejecutivo-legislativo conforme con la teoría y la tradición histórica. Durante la Revolución Gloriosa de 1688 se establecieron las bases modernas del sistema parlamentario. Por eso, se trata de un viejo privilegio y conquista frente al poder del monarca que forma parte de la evolución del poder legislativo.
La inmunidad e inviolabilidad parlamentaria son garantías sinérgicas e indispensables para el ejercicio de las funciones representativa y fiscalizadora. La supresión de una también afecta a la otra, como vasos comunicantes. Un ejemplo práctico fue la frustrada elección del Tribunal Constitucional en junio de 2021, acontecida por una polémica medida cautelar de amparo. Poco tiempo después, el ingreso de fiscales al hemiciclo para denunciar a los congresistas fue a causa de perder su inmunidad; sin embargo, la inviolabilidad parlamentaria vigente también quedó eclipsada a pesar que la Constitución dispone que los parlamentarios son irresponsables por los votos u opiniones que emitan en ejercicio de sus funciones (artículo 93 CP). Las sendas reformas correctoras aprobadas y la recuperación de la inmunidad, todavía por votar con mayoría calificada en dos legislaturas ordinarias sucesivas, nos enseñan que “los experimentos sólo con la gaseosa”.