Durante mucho tiempo hemos creído que ellas son más débiles, pero no solo en cuestión de físico. Hemos convertido en verdad aquello de que son menos cerebrales que nosotros, que no tienen cualidades intelectuales y por eso destacan poco en ese ámbito. Hemos creído siempre, aunque no lo dijéramos expresamente, que su lugar natural es la cocina, el orden del hogar, la crianza de los niños.

Y por esas creencias tornadas en verdades patronales, las hemos convertido en una especie de reemplazo maternal. Ellas debían ser como nuestras madres: sacrificadas, asexuales (excepto en su obligación marital), negadas para el disfrute, abocadas a la inmolación por los hijos y el hogar, cercenadas de cualquier realización personal.

Las hemos convertido en un mueble parlante, no en una persona que puede amar, dejar de amar y volver a amar incluso fuera de nuestros linderos.

Hemos hecho nuestras aquellas expresiones de los genios varones de nuestra historia. Lo dijo Aristóteles: la mujer es inferior al hombre (porque es un “hombre incompleto”) tanto física, mental como espiritualmente. Lo aseveró Nietzsche (“Así habló Zaratustra”): si se van a juntar con una mujer no olviden llevar el látigo. Porque hasta en lo culto está el desprecio hacia ellas.

Como también lo está en la religión cristiana, por supuesto, que nos dice que la mujer se hizo de la costilla del hombre. La mujer siempre ha sido y será, bajo ese concepto, un apéndice dependiente del hombre. No una persona igual que él, sino un complemento para la vida prioritaria del varón, ese alguien que debe estar detrás de cada buen hombre.

Todo eso hemos creído siempre, y por eso muchos hombres no toleran verlas gritar hoy su libertad en la calle y se enloquecen porque les dicen que no, no soy tuyo, quiero hacer uso de mi libertad. Son hombres que no aman a las mujeres, como diría el libro de Stieg Larsson.