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Desde sus inicios, la Iglesia ha tenido muy en cuenta a los jóvenes. De hecho, entre los primeros discípulos de Jesús había varios jóvenes. El apóstol san Juan, por ejemplo, a quien la Biblia llama “El discípulo al que Jesús amaba”, había apenas pasado la edad de la adolescencia cuando se encontró con el Maestro y, dejándolo todo, lo siguió hasta la Cruz. Siendo ya adulto y dirigiéndose a los jóvenes cristianos, en una de sus cartas el mismo Juan les dice: “Les he escrito, jóvenes, porque son fuertes, la Palabra de Dios permanece en ustedes y han vencido al Maligno. No amen al mundo ni lo que hay en el mundo” (1 Jn 2,14-15). San Pablo, por su parte, escribe a su discípulo Timoteo: “Que nadie menosprecie tu juventud. Procura, en cambio, ser para los creyentes modelo en la palabra, en el comportamiento, en la caridad, en la fe, en la pureza” (1 Tim 4,12); y más adelante le dice: “Huye de las pasiones juveniles. Vete al alcance de la justicia, de la fe, de la caridad, de la paz, en unión de los que invocan al Señor” (2 Tim 2,22).

Desde mi propia experiencia de varias décadas que, como sacerdote, dirijo espiritualmente a jóvenes y adolescentes, soy testigo de que en su corazón late con bastante nitidez la vocación al amor que Dios ha puesto en cada hombre, varón o mujer, al momento de crearnos. Cuando un joven es debidamente acompañado por su entorno familiar, cuando tiene buenos maestros en la escuela o la universidad, y cuando tiene una buena comunidad de referencia, como por ejemplo un grupo parroquial, soy testigo de que toda esa potencialidad de bien que anida en su corazón va saliendo a la luz y los jóvenes se vuelven grandes seguidores de Cristo, mejores hijos, más amigos y más comprometidos con la sociedad, capaces de hacer enormes sacrificios en pos de la meta de ser santos a la que se saben llamados por Dios y ayudados por su gracia. Por eso, pido a Dios que nunca falten buenos maestros y testigos de la fe que sepan guiar a los jóvenes por el camino del bien.