Cruzada la línea del Día del Amor y la Amistad, terminaron los días en que las candidaturas se dedicaron a presentarse, hablar de sí, de sus méritos y virtudes, lo buenitas que son y los pecadillos que quisieran que les perdonemos. Ya vieron hasta dónde pueden llegar (subir o descender en las encuestas) portándose más o menos bien, guardando las buenas formas. Lo que ahora viene corresponde a la etapa del estrés, de soltarse las trenzas y olvidarse del porte de estadista que una cara del marketing político recomienda. El lado oscuro se asoma. Si yo ya no puedo crecer con mis propios méritos, tendré que aplastar al otro para que se me vea más alto. El show promete entonces prácticas de tiro al blanco, disparos para bajarse a los competidores. Habrá que tener cuidado para no colocarse entre el fuego cruzado. Porque esa es una de las peores secuelas de estas peleas. Porque en la desesperada crisis de nervios atraen, arrastran o involucran a muchos otros que, en realidad, no tienen vela en ese entierro. Los metiches que hacen suyos pleitos ajenos, como el vecino tomando partido en la pelea de marido y mujer que, cuando se amistan, acaba peleado con uno de ellos. Es el caso del periodismo, periodistas y empresas informativas que confunden hacer periodismo con hacer política. No me refiero a aquellos que no siendo el periodismo su profesión opinan en los medios de comunicación, respondiendo a intereses políticos particulares -lo que puede ser legítimo en la medida que no distorsionen la verdad. Allá los medios que los evalúan necesarios. Lo que apena es que periodistas de profesión y vocación dañen su prestigio y futuro dejándose arrastrar por pasiones tan pasajeras como tomar partido en una función que, por el contrario, les demanda neutralidad para atender con justicia a la pluralidad de lectores y audiencias.