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Qué vacío debe sentir Nicolás Maduro cuando en los adentros de su soledad, allá en el Palacio de Miraflores, con el pajarito de Hugo Chávez como su principal asesor, contempla que la gente se le está yendo a raudales en fila india, hastiada de su perorata soporífera y su estampa repulsiva. “Es inconcebible una revolución que no desemboque en la alegría”, decía Julio Cortázar.

A todas luces, el dictador venezolano ni siquiera tiene en su chip retrógrado una connotación real de lo que implica una revolución (bolivariana) -frase con la que suele llenarse la boca-, a la sazón un cambio social fundamental en la estructura de poder a fin de alcanzar el bienestar general. Su revolución es la bravuconada, el abuso sin bandera, el desgobierno, la inanición, la anarquía y el irrespeto al mundo entero.

Cuentan que Luis Jaime Cisneros, quien no comulgaba con los autoritarismos, en sus magistrales clases de Lingüística General en la Católica, acostumbraba rasgar sobre las pizarras de Letras la siguiente frase: “Las mariposas son multicolores, pero los gorilas tienen un color uniforme”. A la muerte de Hugo Chávez, Maduro se enfundó su caparazón castrense, y la clonación ha sido fatal para los llaneros.

Escrito también está que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. La masa de venezolanos que se disemina por todo el continente espera que, más temprano que tarde, la Virgen de Coromoto les haga el milagrito y, finalmente, se liberen de este fanfarrón que los ha llevado al calvario.