Más allá de los lugares comunes, las frases de siempre y la crítica habitual, es difícil encontrar una manera de explicar con claridad las razones por las cuales nuestro fútbol es de los últimos del continente. Año tras año, ocurre lo mismo. Los equipos peruanos llegan cargados de expectativas a la Copa Libertadores, con campañas notables en el torneo de casa que fungen de respaldo para permitirnos avizorar una participación honrosa a nivel continental.

Primero fue Universitario y esa humillante eliminación prematura de la Copa a manos del modesto Capiatá paraguayo; luego vino Cristal, el campeón peruano, que no ha ganado un solo partido en el torneo y, finalmente, Melgar, la última esperanza, ese equipo correcto y disciplinado que tampoco fue ajeno a la dura y triste realidad de un país que no se encuentra. El cuadro arequipeño empezó el certamen ganando, pero después se desinfló con la premura habitual que la realidad nos impone.

Es en escenarios como este, tan constantes, tan hirientes, en los que el histórico puesto 18 de la selección peruana en el ranking FIFA no representa más que una simple anécdota. La selección, y sus bondades, es un equipo aparte, cuyo crecimiento no responde a la calidad de nuestro fútbol, sino a virtudes exclusivas y poco vinculantes. La selección destaca, mientras que el fútbol peruano continúa arrimado en ese trasfondo decadente.

No hay manera de encontrar una explicación concluyente. Los equipos, simplemente, no saben ganar, se cargan de ansiedad, como si arrastraran una vida entera de frustración que les impide maniobrar con libertad, sacudirse y desmarcarse de la inoperancia. Nuestros equipos no saben lo que es el roce internacional, son ajenos a ese fenómeno y se muestran perdidos en medio de un torneo al que parecen llegar por cualquier cosa menos por méritos. Si de justicia se tratase, Perú sería el primer país en ver reducida su cuota de cupos para la Libertadores, no habría argumentos para apelar, somos los más bajos, los que se despiden primero.

Y también está el papel de una sociedad que solo exige, pero no aporta. Es cierto, los partidos los juegan los futbolistas, pero el aliento influye, es parte de la fiesta del fútbol y puede representar mucho en momentos puntuales. Es inadmisible que el campeón nacional presente un marco casi vacío en un partido internacional, es una vergüenza enorme. Nuestra cultura del fútbol se reduce a los resultados, nuestro aliento es condicional y no desinteresado. Esperamos el triunfo para alentar en lugar de maniobrar para alcanzar ese objetivo. Lo mismo con Melgar y sus marcos deprimentes, toda Arequipa debería estar en el estadio cuando el “Dominó” representa al país y no cesar en su aliento un solo instante. Eso es peso, representación, que nuestro país realmente sea una plaza complicada en la que se viene a jugar de visita y no un simple tránsito para los equipos de afuera. Quién sabe cuándo cambiará esta realidad tan dolorosa y lamentable, lo concreto es que el tema va mucho más allá del fútbol.