Los padres del derecho internacional, esto es, Francisco de Vitoria y Hugo Grocio, fueron fervientes devotos de María. Junto a ellos, muchos otros publicistas del denominado derecho de gentes tuvieron en sus construcciones intelectuales considerarse marianos por excelencia. Esforzados a morir en distinguir el derecho de la moral, terminaron ganados por su fe, juntándolas. Aportaron al pensamiento (doctrina y magisterio) de la Iglesia sosteniendo que María era la mayor intercesora entre Dios y los hombres, y ello explica por qué muchas de las normas jurídicas internacionales, en el proceso de su gestación y evolución, fueron concebidas considerando las verdades cristianas marianas. Toda la Edad Media fue una muestra del imperio escatológico de la fe mariana a propósito del enorme poder que alcanzó la Iglesia luego de la caída del Imperio Romano de Occidente el 476 d.C. En el decurso de la historia de las relaciones internacionales, la comunidad internacional invocó a la Virgen durante reiterados sucesos conflictuales, como la Primera Guerra Mundial (aparición de la Virgen de Fátima, 1917). En 1950, el papa Pío XII, al advertir la trascendencia de María en la sociedad internacional, declaró por la Bula Munificentissimus Deus, el dogma de la Asunción de María que hoy recordamos, es decir, que la Virgen fue elevada a los cielos por Dios y, además, en cuerpo y alma, distinta a la Ascensión de Jesús, por la que el propio Nazareno se elevó sin ayuda de nadie ni de nada porque era Dios. El Concilio Vaticano II (1962) desarrolló notablemente el sentido mariano que luego vimos en San Juan Pablo II trasluciéndolo en su lema apostólico “Totus tuus”, “Todo tuyo”, un signo de su consagración personal a María. El papa Francisco la llama la Madre de la Esperanza y la invoca en medio del éxtasis por el conflicto sobre todo pensando en los refugiados, sus víctimas, recordando para ellos el pétreo respeto del derecho internacional humanitario.