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Nuestro país está de luto. No solo porque una niña de 11 años ha muerto y no hay razón para que una vida sea tan precozmente interrumpida, sino por cómo ha muerto. Estrangulada. Calcinada.

Y, como si los hechos no fueran suficientemente nauseabundos, se suma que el autor de esta desgracia ya tenía denuncias por violación y otros delitos.

La respuesta más primitiva, empática, sincera, es desearle la muerte al innombrable. Pero la realidad no suele ser tan fácil ni tan compatible con nuestras emociones.

¿Qué sentido tiene exigir pena de muerte a un Estado que no puede siquiera poner tras las rejas a un hombre que ha violado a dos mujeres?

La pena de muerte no va a solucionar estas barbaridades. No solo porque los estudios más completos y serios concluyen que no hay evidencia de que la medida disuada a los potenciales delincuentes, sino también porque en el Perú el delincuente no le teme al castigo, porque es puro cuento.

Las leyes existen. En un caso como el de la niña Jimena, el asesino podría enfrentar cadena perpetua. ¿Pero qué mensaje recibe un hombre que ha sido denunciado dos veces por violación y, sin embargo, está libre, tranquilo, de “informante” de la Policía? “Adelante, míster. Viole otra vez. Estrangule, calcine. Total, acá no pasa nada”.

¿Queremos aprender? Muy bien. Exijamos que policías, fiscales y jueces hagan su trabajo. Porque no importa qué tan severa sea la pena: mientras el delincuente no tenga la certeza de que se le va a aplicar la ley, seguirá delinquiendo. Y este chiste de sistema no disuade a nadie de nada.