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En su última columna en EC, Mario Ghibellini ensaya una definición y una teoría sobre la reciente crisis hepática del presidente del Congreso. Los mermeleados -dice- son aquellos “pagados por lo bajo para que favorezcan a una opción política o denigren a su competencia”. La teoría es que el silencio de Galarreta y su ausencia de defensores en sus propias filas ha evocado torpemente que los maestros de la gran mermelada son parte del oscuro pasado reciente del fujimorismo. Pero no se crea que en periodismo y política se limita a un intercambio fenicio del que, sin duda alguna Montesinos fue emblemático representante. En realidad podría escribirse un enorme tratado sobre todas las modalidades, protagonistas, mecanismos, subterfugios, niveles y otras sutilezas que están presentes en la “mermelada”. La acción de mermelear es una eufemística manera de llamar a otra acción que suena terriblemente delictiva: extorsionar. En un principio puede identificarse un mermeleador (activo), un mermeleado (pasivo) y un objeto (la mermelada). Pero después de la primera vez, ya los roles activo y pasivo pueden ser intercambiables y la mermelada no tiene necesariamente que ser la misma (dinero). Las motivaciones pueden ser tantas como intereses en los personajes. Lo que es crucial es que no hay extorsionador si es que previamente no existe un extorsionable. La extorsión, o la mermelada, que es lo mismo, no se produce si es que si el activo es el periodista, la autoridad no tiene nada que esconder. Donde hay un político o funcionario público extorsionado, hay algo que no se quiere que se sepa y que el periodista corrupto sabe y aprovecha para rentabilizar su silencio. Si hay una preocupación permanente en las redacciones, esta es la conducta de sus miembros, seguida del buen manejo del idioma. El cuidado en la deontología periodística, colocada muchas veces en sus propias códigos de ética, son letra muerta si esa práctica de transparencia no es ejemplar desde los niveles más altos de la empresa informativa.