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Una vez vi a un héroe y no lo sabía. Noticia abridora de la página de policiales: un incendio que se comía una quinta, o un corralón o algo así. Todos los vecinos ya habían sido evacuados, y veían como se quemaba todo. Una mujer grita. Su cocina tiene un balón de gas. Está al fondo del callejón, en el patio. Un bombero se mete sin pensarlo. Nos retiran a todos a una distancia bastante prudente. Sale humo negro por el techo. A los pocos momentos sale el bombero. Arrastra a un vecino que peleaba por sacar su refrigeradora por la puerta y ahora apenas puede respirar. Parece que en el camino se ha metido un par de puñetes con el bombero. Desde donde estamos podemos ver su cara como un carbón. También podemos ver que el bombero entrega al fulano a sus compañeros y se vuelve a meter corriendo al tunel negro que es ese lugar a estas alturas. No hay poses heroicas ni música de fondo.

Vuelve a salir caminando muy despacio. En la mano trae el maldito balón de gas que pudo habernos mandado a todos (sobre todo a él) una buena temporada al hospital. Está tosiendo y se ve agitado. Avanza unos pasos y se recuesta en el muro a tomar aire. En la otra mano llevaba un gato. “Estaba allí en la casa. Cómo lo iba a dejar, pobre animal”, fue lo único que me dijo cuando me acerqué y me respondió antes de que le haga la pregunta.

Los bomberos siempre me han caído bien. Y cuando eres reportero, te terminas haciendo amigo de algunos. O de varios. Lo interesante de la situación es cuando esos mismos amigos tuyos también son bomberos. Bomberos periodistas, periodistas bomberos. Hay más de los que podrían imaginarse. Hombres y mujeres. Fotógrafos, camarógrafos, reporteros. Gente que cuando acaba su turno en una redacción, luego de diez, doce o más horas, tienen tiempo todavía de ir a servir. Por puro corazón.

Oye, negro, vamos a la bomba. Al capitán Palacios lo he oído decir esto muchas veces. Cuando los conocí, el capitán Palacios y el capitán Surco cargaban cámaras de diez kilos sobre los hombros, y se metían a sitios peligrosos para tener imágenes que muchas veces abrían los noticieros. En sus ratos libres cuidan ancianos desvalidos, o se disfrazan de pollos y reparten juguetes. El capitán Surco una vez nos metió el susto de la vida haciendo sonar la sirena de su camión pegándose a nuestra camioneta de prensa. Luego nos guió hacia una candela que recién se estaba armando. A los dos, que son grandes amigos, me los he cruzado en la redacción por ejemplo, cuando entraba a mi turno de ocho de la mañana de un domingo y ellos -cualquiera- se ha pasado toda la madrugada en ese turno sangriento de fin de semana que registra básicamente accidentes y crímenes por alcohol. Un duchazo, ropa limpia y la llamada ganadora. Oye, negro, vamos a la bomba?

Iván es bombero paramédico y dejó su bomba de Arequipa cuando decidió venir a Lima. A su lado uno siempre podía sentirse seguro, bien porque te podías esconder detrás de su metro ochenta y algo cuando empezaban a volar piedras y lacrimógenas, o bien porque si una de esas finalmente te abría la cabeza, el gordo siempre podía sacarte de allí y hacer las primeras reparaciones de urgencia. Una vez cubriendo ambos un incendio -como equipo de prensa- le pregunté por qué lo hacía, por qué era bombero, y se metía a una unidad paramédica en las noches para limpiar las heridas del chibolo borracho que estrelló el carro de papi con seis cervezas encima. “A veces son pirañones, pero también hay viejitas que no tienen a nadie, hermanito. Solo el número de los bomberos en su mesa de noche. Por eso”

La primera vez que vi a Andy con su traje de bombero corría a meterse a un local en llamas. Había fuego en Mesa Redonda, y con el fantasma de la tragedia del 2001, todo el mundo iba a ver qué podía hacer. Varios reporteros estábamos en una esquina viendo cómo evolucionaban los hechos. Los bomberos que llevaban horas trabajando estaban con sus máscaras sueltas, tomando aire recostados en un camión. Empezaba a hacerse de noche. Uno de mis compañeros me da con el codo y me señala a un grupo nuevo que corre hacia el fuego que todavía no se controlaba. A la cabeza iba un tipo menudo y delgado, el casco que danzaba sobre su cabeza le daba un aspecto tierno. El hacha enorme que llevaba cogida entre las manos no. “Allí va el chato”, me dice. En la mañana nos habíamos juntado en la redacción. Yo me había quedado haciendo doble turno para cubrir el incendio; él se había ido al acabar su horario, y ahora peleaba con el fuego. Desde dentro.

Fue él -gemelo malévo, me dice- quien me soltó la siguiente joya: “Cuando veas a un bombero, mírale bien la cara. Cualquiera de ellos está dispuesto a meterse a una casa en llamas por ti”.

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