El asesinato del ciudadano afroamericano George Floyd a manos de un policía en Minnesota ha sido la gota que colmó el vaso, al desencadenar una ola de protestas y brutal violencia en un país que viene cargando con más de 100 mil muertos a causa del COVID-19, en gran parte como producto de la irresponsabilidad del presidente Donald Trump, quien prefirió mirar al costado antes que adoptar medidas contra el avance de esta enfermedad.

Hoy en Estados Unidos la pandemia ha pasado a segundo plano y miles están en las calles protestando por el brutal crimen de Minnesota, pero también contra un gobierno que fracasó ante en virus, a cargo de un mandatario que ojalá en noviembre sea enviado a su casa, de donde nunca debió salir en las elecciones de 2016. Debió quedarse en sus negocios, sus empresas, sus partidos de golf y sus escandeletes en la televisión. Ese era su mundo y allí debió permanecer.

Lo que es inaceptable en Estados Unidos y cualquier parte del mundo es la violencia en que han degenerado las justas protestas por el caso Floyd y el descontento generalizado. Las agresiones, saqueos y ataques a la propiedad pública y privada son delitos y como tales deben ser sancionados, pese a quienes desde sus escritorios, con el iPhone en mano y sus sueños “revolucionarios” que suelen acaban en pesadilla, celebren los desmanes y la destrucción.

Estados Unidos está pagando, lamentablemente, el precio de haber sentado en la Casa Blanca a un impresentable que habló de la posibilidad de inyectarse desinfectante para hacer frente al coronavirus, que refuta a eminencias de la medicina y la infectología, y que ni siquiera es capaz de ponerse una mascarilla en un país con más de 100 mil muertos, algunos de los cuales tuvieron que ser sepultados en fosas cavadas en zonas públicas de Nueva York.

En medio de todo este drama histórico dentro del país más poderoso del mundo, queda el consuelo de que en unos meses más, el presidente Trump puede ser echado del poder por la vía legal y democrática, a diferencia de los países donde mandan dictaduras que obligan a los ciudadanos a bancarse por años y décadas a personajes como este, e incluso peores. De esto pueden dar fe millones de venezolanos, cubanos y nicaragüenses.