En la novela Duna, obra de ciencia ficción de Frank Herbert, descubrimos un diálogo que podría ser propio de un maestro a un aprendiz en política. Antes de partir al Planeta Arrakis, el príncipe Paul Atreides tiene un encuentro con la Reverenda Madre que le dice que el mundo se sostiene por cuatro cosas: la erudición de los sabios, la justicia de los poderosos, las plegarias de los justos y el coraje de los valerosos. Pero que todo eso no vale nada “sin un gobernante que conozca el arte de gobernar”, para luego decirle que haga de eso su “ciencia”. Le dijo además que todo gobernante debe “aprender a persuadir y no a obligar”, pues debe “ofrecer el hogar más confortable y acogedor del mundo para atraer a los mejores”. Sin necesidad de viajar a otra galaxia, se trata de un relato que tiene que ver con todo lo vivido estos seis meses.

El presidente de la República es el jefe de Estado y personifica a la Nación (artículo 110 CP), una atribución que no es decorativa tras su proclamación luego de una contienda electoral, pues conlleva una serie de cargas que demandan un conjunto de habilidades blandas para su correcto ejercicio. En otras palabras, su competencia para el cargo no reposa solamente en tener un diploma universitario, si habla varios idiomas o ser un exitoso empresario. Por supuesto que todo ello suma para ejercer una labor ardua, continua y estresante, pero antes que todo debe saber liderar para atender los problemas y objetivos a emprender como nación; por eso, debe ser una persona convocante para llamar a los más capaces, ser objetivo para reconocer a quiénes necesita en su gobierno, así como saber escuchar antes de decidir. Nadie da lo que no tiene.