Dicen que la Navidad es fiesta de paz. Mas por desgracia, paz es lo que menos tenemos hoy en el Perú. La violencia física campea en las calles por mano de la delincuencia, cuando no en el propio seno familiar. La violencia verbal reina desde los hogares, las calles y llega a las redes sociales y la política. Incluso la gente vota con violencia. ¿Qué otra cosa puede significar elegir suicidamente a personajes que sabemos que hundirán todo? No es un acto irracional. Responde a otra racionalidad: la que manda que, si yo me hundiré igual, con cualquiera que elija, pues que se hundan todos conmigo.

Esta violencia nos ha contaminado al punto que ya no la visibilizamos. Acostumbramos nuestros cuerpos y almas a ella. Nos hemos convertido en una sociedad tóxica, que saca lo peor de nosotros. Aquí nos ponemos la armadura o “fuimos”. De ahí que todos hemos construido ese monstruo, y lo alimentamos cada día.

Veamos el caso de la política. Criticamos mucho a los políticos desde el llano. Pero ellos surgen de una sociedad que compartimos. ¿Por qué tendrían que ser distintos? Incluso ¿podrían serlo? Me recuerda a los jóvenes que se pasan criticando la corrupción, pero ellos son los más avispados a la hora de copiar en los exámenes. No entienden que si hoy robas con puntos mañana robarás con dinero. Es solo que cambia la unidad de medida, más no el hecho mismo del engaño.

Quizá peor que todo lo mencionado sea el hecho de que no nos produce genuina indignación. Nuestra Navidad, hace rato largo que no es fiesta de paz. Apenas si es una festividad que se mide como “buena” dependiendo de cuántas monedas tenemos en el bolsillo. A lo mucho es otro “Black Friday”. Y si surge un brote de indignación será porque no podemos emborracharnos en Nochebuena hasta el amanecer por disposición gubernamental. Pero de la otra indignación, nada. Seguiremos siendo los mismos después de la tercera lonja de panetón.