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Escapemos un instante de la discusión y de los detalles para justificar o no la vacancia presidencial, ya bastante se ha abundado en ello. Para mí, basta con saber que el presidente es un hombre inteligente y que cualquiera, desde que tiene uso de razón, sabe distinguir entre lo que está bien y lo que está mal.

Y la verdad es que el destino que les depare su propia conducta a los políticos me es indiferente, según sea el caso. Alguna vez escuché decir a mis mayores, respecto de alguien, “ni me alegra tu llegada, ni me entristece tu ida”. Lo que sí me preocupa es que, por culpa de estos irresponsables, se mueva la cotización de las divisas, se posterguen decisiones de inversión pública, se pueda producir violencia en las calles, la inestabilidad política paralice la economía en general y afecte a quienes, finalmente, somos puros observadores.

Antes de Odebrecht pensé que la trama corrupta que vimos en el final del gobierno de Fujimori y los videos de Montesinos era suficiente golpe a la moral nacional. Que a partir de entonces, correspondía el renacimiento que sigue a ese exorcismo político que llevó a líderes de casi todos los poderes públicos a la prisión. Sin embargo, seguíamos infectados. No me preocupa tanto que el presidente deba dejar el cargo, sino que se quede el Congreso que tenemos.

Este gobierno nació mal, Ejecutivo y Legislativo no han sido capaces de gobernar juntos y se ha dedicado uno a estorbar al otro. Cuando un padre ve que los hermanos terminan peleando para escoger qué película irán a ver al cine, decide entonces que ninguno de los dos va, se quedan en casa, castigados. Para la próxima vez será entonces que, aprendida la lección, los gobernantes en Palacio y en el Congreso entiendan que el bien de uno es el bien del otro, y el de todo el país.

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