En la tarde del domingo 16 de enero pasado, me encontraba en Ancón y, de pronto, un olor a combustible parecido al kerosene, inundaba el distrito. Empezaron los intercambios de wasap con los vecinos. Uno de ellos adelantó lo de Repsol en La Pampilla. Yo me resistí a créelo porque sabía que, de ser verdad, se trataría de la peor catástrofe ambiental de Lima. Así que lancé un breve tuit al filo de las 2 de la tarde indicado que olía fuerte a combustible en Ancón y que podría haber sido por la rotura de una manga submarina en la Refinería La Pampilla. Y pedía que informaran. Pasados seis días, el gobierno parece no saber qué hacer.
El jueves 20 recién apareció Pedro Castillo en la zona, balbuceando un discurso en que pretendió vincular el daño ambiental concreto, con la postración de los pueblos del interior. Como teloneros, sus partidarios aprovechaban las cámaras de TV para lucir sus cartelones exigiendo nueva constitución. Como si vivieran en su propio metaverso, mientras los damnificados directos esperaban algo más. De pronto, la primera ministra Mirtha Vásquez, pretendió calmar las aguas ingenuamente, manifestando que Repsol se había comprometido con el Gobierno ofreciendo canastas de productos básicos para los perjudicados. La gente estalló.
Habrá mucho que hablar de este tema, pero las primeras impresiones me dejan la sensación de que Castillo y su gobierno se muere de miedo de enfrentar a Repsol como se debe. Existe jurisprudencia internacional de cómo estos eventos se traducen en multimillonarias multas y compensaciones. Por desgracia, la experiencia con Odebrecht avala en la hipótesis de que Repsol la sacará barata. Los brasileros salvaron prácticamente todos sus negocios en Perú, porque tuvieron tiempo de ponerlos a salvo. La lentitud de respuesta del gobierno me dice que no le meterán fuerza a no ser que los peruanos presionemos y muy fuerte. Ya basta de dejarnos que nos traten como débiles ciudadanos de segunda. Que no nos pinten la cara con el derrame.