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Acaba de ser otorgado el Premio Nobel de la Paz a los activistas Denis Mukwege y Nadia Murad. El Comité noruego, que concede los premios Nobel en general desde 1901, ha fijado esta vez como criterio de mayor significación a dos personas involucradas e impactadas directamente en la lucha por los derechos humanos en el mundo. En el caso de Mukwege, se trata de un médico ginecólogo de la República Democrática del Congo que ha dedicado su vida profesional a atender a las mujeres que fueron víctimas de violaciones sexuales y otros vejámenes, fundando un hospital especializado para lograr su recuperación física y psicológica, en un país donde el conflicto tribal interno se ha convertido en una penosa regla para una sociedad realmente anarquizada que ya cuenta con más de 82.2 millones de habitantes. En el caso de la joven Murad, se trata de una valiente mujer yazidíe, es decir, miembro de una minoría preislámica cuyos orígenes se pueden encontrar más de 2000 años antes de Cristo, habiendo sido en su proceso histórico parte importante del pueblo kurdo y hoy, por la influencia islámica, terminó convertida en una etnia muy reducida que habita la zona norte de Iraq. Nadia fue secuestrada por el Estado Islámico en su arremetida en Iraq y luego terminó siendo vendida como esclava, como en los tiempos de la antigüedad, donde la esclavitud era una práctica cotidiana.

El Comité noruego, entonces, ha querido relievar en las personas de los galardonados la enorme sensibilidad mundial por los abusos que se cometen contra las mujeres en muchas partes del mundo, pero sobre todo en aquellos lugares donde la autoridad y el derecho dejan de ser importantes, prevaleciendo la barbarie. De allí que han buscado que quienes merezcan el premio no sean actores políticos, gente conspicua o de incuestionables pergaminos políticos -seguramente con razones importantes para que también sean felicitados- sino a protagonistas del sufrimiento o a quienes lo han visto muy de cerca. Se trata de una premiación realmente aplaudida unánimemente por la comunidad internacional, porque ha centrado su prioridad en la profunda humanidad de la persona que sufre o ve sufrir. 

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