El Perú ha sufrido la lamentable pérdida del vicealmirante Luis Giampietri Rojas, un marino y patriota a carta cabal que ha dejado este mundo con el inmenso honor de ser quizá el personaje más odiado por terroristas, filoterroristas y tontos útiles de bandas armadas, sobre todo por haber sido el protagonista principal del exitoso rescate de rehenes de la embajada de Japón en la tarde del 22 de abril de 1997, cuando creíamos que no había salida a esa prolongada crisis.
En estas líneas no quiero restar un ápice de crédito al trabajo hecho por los valientes comandos a cargo de los generales José Williams Zapata y Luis Alatrista Rodríguez. Dos de sus hombres incluso perdieron la vida de forma heroica. Sin embargo, la operación que permitió el rescate de 71 de los 72 rehenes y la eliminación 14 terroristas de alta peligrosidad, entre ellos el sanguinario Néstor Cerpa Cartolini, reposó en el trabajo que hizo el almirante Giampietri desde adentro.
Se valió de sus conocimientos de inteligencia obtenidos a través de sus largos años como miembro de la Fuerza de Operaciones Especiales (FOE), pero sobre todo de su voluntad de acero y su negativa a bajar los brazos para rendirse ante una manga de mequetrefes que solo sabían levantar el puño y gritar cualquier tontería. Estos fueron muy valientes mientras estuvieron ante gente desarmada, pero a la hora de la hora fueron aplastados por las armas del Estado gracias a la información proporcionada por el marino que se nos ha ido.
Ya de vuelta a la libertad, aunque el almirante se consideraba un “rehén por siempre”, tal como tituló un libro sobre su experiencia en el cautiverio, se dedicó a dos tareas: defender a los miembros de las Fuerzas Armadas acusados injustamente de violaciones a los derechos humanos, una situación por la que también atravesó por su rol en el develamiento del motín senderista de El Frontón en 1986, que costó la vida a tres marinos; y a enfrentar desde la opinión a los terroristas y a quienes les hacen el juego.
La figura del almirante Giampietri hará mucha falta en el Perú, un país donde mucha gente, amparada en la ignorancia y el paso del tiempo, trata de pasar por agua tibia y “normalizar” la barbarie terrorista que bañó de sangre al país, donde hoy los carniceros, los asesinos de gente inocente, los que volaron en pedazos a hombres y mujeres, los que descuartizaron a niños en la sierra y los que mataron a humildes alcaldes con una piedra en la cabeza, son “revolucionarios motivados por la noble necesidad de la justicia social” o “guerrilleros”. Inaceptable.