Considero que gran parte de la crisis política en la que nos encontramos inmersos responde a eso que antes se llamaba “psicología nacional” y ahora forma parte de la cultura política. Un sector importante de la clase dirigente adolece del vicio de la tibieza pública y esto provoca, tarde o temprano, una debacle institucional enraizada en nuestra falta de carácter.

En efecto, incapaces de toda pasión constructiva, muchos de los actores prefieren vegetar protegiendo sus medios de subsistencia sin pensar en el Perú y en los peruanos. Falta sangre en las venas, hace falta voluntad de liderar. Tenemos generales que no han ganado ninguna batalla. Trágico y terrible, la neblina es nuestro elemento.

Esta tibieza está en el origen de nuestra incapacidad para construir un orden político en el que se respete el equilibrio de poderes y la independencia de los órganos de control. A la tibieza paralizadora se suma la falta de racionalidad, la ausencia de estrategia, la carencia de talento. Esta combinación es letal para la vida pública y se ha convertido en el signo de nuestro tiempo. He aquí un país negado para la voluntad, cuando algo cambia es por inercia, porque la fruta está madura, no porque la pasión política logra su objetivo contra viento y marea.

Comprender el estado del alma nacional es fundamental para establecer objetivos realistas. La tibieza carcome al Estado peruano y esto lo han calibrado bien los radicales que avanzan sin mayores resistencias. Conscientes del poco nervio que tienen en frente, de la capacidad finita de indignación nacional, de lo poco que duran nuestros odios y nuestros amores, los radicales avanzan porque se enfrentan a tigres de papel.