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El domingo, en Punta Rocas -donde en 1965 Felipe Pomar se coronó como nuestro primer campeón mundial-, vimos cómo el Perú se autoproclamó digno rey de las olas. Gracias al triunfo y garra de todos nuestros tablistas, nos empezamos a dar cuenta de una realidad histórica: el surf es del Perú.

En el Perú surcamos olas desde hace más de 5 mil años, con las culturas Mochica y Chimú como referentes. Los adultos salían de pesca y regresaban surfeando. Los niños se metían al mar con los caballitos de totora para jugar con las olas. Desde los 13 años podían cargar uno por sí mismos y empezar a pescar. Si existe algo que es inherente a nuestra historia y cultura, es el surf.

No empezamos a valorar nuestras olas y tablistas, sin embargo, sino hasta mucho más tarde. Ayer, un querido amigo me contaba que tras ser campeón nacional de la categoría Sub-18 en 1995 no pudo competir en un campeonato de la ISA porque no había quién lo financie. Pero con el fenómeno Sofía todo cambió, y en estos Panamericanos parece que finalmente vamos comprendiendo que somos dueños del mar (y siempre lo hemos sido). Y no podía ser de otra manera.

Desde la chicamera -la izquierda más larga del mundo-; la de Pacasmayo, considerada de las mejores para el kitesurf; la de Cabo Blanco, una caleta extraordinaria y en el pasado tan amenazada; o la de Pico Alto, descubierta por Eduardo Arenas en los 60; las olas de nuestra costa son únicas. Como lo son nuestros tablistas.

El surfer está intrínsecamente conectado con la naturaleza, y la naturaleza no perdona. Es humilde porque se adapta a cada ola que viene, y así lo revuelque o lo premie sale con una sonrisa. Los peruanos tenemos olas en nuestra sangre. Aprendamos de quienes las corren para enfrentarnos con humildad, siempre, a la vida y a lo que nos lanza.