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El trato del Estado peruano con Odebrecht no pudo ser más satisfactorio para los garotos: mínima compensación al Estado y permiso para seguir operando en Perú. Sin considerar por supuesto que ya se le dejó vender gran parte de sus activos a terceros, en pleno proceso de investigación, con el beneficio de haber podido salvar sus finanzas cuando hace muchísimo rato se habían detectado sus prácticas fraudulentas y corruptas en sus varios negocios en el Perú y en otros países.

Si somos cándidamente “bien pensados” y alejamos pensamientos como que alguien está enriqueciéndose por este arreglo o que se están comprando acusaciones contra enemigos políticos, el trato permitiría conocer la red de corrupción local que permitió y se amamantó del meganegociado que Odebrecht perpetró aquí durante más de una década, de la mano de sus socios domésticos. Sin embargo, incluso asumiendo esta postura, no es posible defenderlo; ya que el acuerdo con Odebrecht es perjudicial por dos grandes motivos de fondo.

Primero, porque habría que ver si lo que se deja de percibir en compensaciones equilibra en algo el monto de lo supuestamente robado por los corruptos locales. Estos podrían ser encausados sin necesidad de la colaboración eficaz de los brasileños si la Fiscalía peruana hiciera bien su trabajo de investigación y no tomara el camino fácil de la compra de soplones. Y segundo, porque el trato entrega un incentivo perverso y un mensaje que promueve la futura corrupción. Invita a aventureros a repetir la corrupción de Odebrecht en el futuro. Total, sabrán que siempre les resultará rentable “romper manos” en Perú, incluso en caso de ser descubiertos. Y mientras aparezcan los corruptores, aparecerán los corruptos. Es “eliminar” (¿?) la corrupción de hoy alimentando la corrupción del mañana. Para los brasileños, “tudo bem”. Para el Perú, peor imposible.