No se crea que esto de la posverdad es el resultado de la presencia de las nuevas tecnologías informativas, y que los hackers rusos la inventaron para conseguir que el presidente estadounidense fuera Trump. La manipulación en la comunicación humana ha existido siempre, ha ido variando y evolucionando según lo ha hecho la tecnología de la comunicación, cambiando en intensidad y profundidad. Los gabinetes de prensa, los operadores de lobbies políticos, las agencias de comunicación y otros intermediarios no son extraños en este terreno. Proceden de las mismas canteras que los periodistas de los medios, aquellos que deben obedecer a una línea editorial, no al líder de algún partido o a una corporación económica. No es mucha la diferencia, excepto que se pasaron a la otra orilla. Cuán tuya, propia y original es tu agenda, qué tan propio es el menú noticioso que le entregas a tu audiencia. Qué tan protegido está de los constantes intentos de infiltrarse de contenidos que no responden a tu honesto diagnóstico de las necesidades informativas de tu audiencia, en vez de esos platos precocidos que te ofrecen terceros. El cocinero sabe reconocer qué plato ha sido elaborado en sus ollas y con sus verduras, pero los comensales no pueden diferenciarlo, creen que procede del lugar donde lo consumen. Y así, con la credibilidad prestada, con la complicidad de medios que poco se respetan a sí mismos, se imponen medias verdades, se construye una realidad inexistente, una estafa que en algún momento se cae. Esto lo sabe la humanidad desde todos los tiempos, desde que en la remota Delfos el gobernante consultaba al oráculo de Pito. Por algo la sabiduría griega asociaba el verbo “pudrir” (pythomai) con el verbo “informarse” (pynthanomai). La pitonisa les entregaba información podrida, descompuesta, dañina.