Esperar, a la gente le gusta esperar. Ojalá que llueva, o que no llueva, según convenga. Ojalá que salga sorteado, si es para la tinka, o no si es para el reclutamiento militar. Esperar. El destino, algo que existe fuera de nosotros, ajeno y lejos de nuestra voluntad. Nos la llevamos fácil cuando esperamos que la buena suerte nos llegue y, claro, como casi no nos costó esfuerzo alguno, lo derrochamos tan rápido como llegó. Así también es nuestra actitud en la política, en las cosas públicas. Pareciera que la democracia nos la han regalado, no nos ha costado mucho esfuerzo, pocas luchas o guerras, mínimos sacrificios. Comparemos sino la cripta de nuestros héroes con cementerios de los soldados de Europa o Estados Unidos. Por eso es que tratamos a nuestra democracia así, con menosprecio, jugando a la lotería, exponiéndola a riesgos peligrosos, colocándola en manos de irresponsables. Como abrigamos la esperanza de que el futuro es cuestión de suerte y no construcción de nuestras manos, claudicamos de nuestros derechos y los dejamos en manos de caudillos, charlatanes, vivazos, truhanes y cuanta sabandija desocupada merodea los edificios públicos. Como en la antigüedad, fue el oráculo el que decidió mi suerte, ese era mi destino. Por eso la gente guarda celosamente ese pedazo de algodón que frotó sobre la madera grasiento del san Dimas, ese supuesto santo cataquense, que nadie quiere cuestionar porque pierde las monedas que deja en el limosnero. Ay, si no fuéramos lo que somos. La democracia es cara, muy costosa, y no consiste en votar cada cierto tiempo para cambiar o ratificar equipos de gobierno. La democracia se construye cada día en las calles y desde cada lugar en que nos encontremos, cada uno según su papel en la sociedad. Lo que hacemos cada vez que votamos es evaluar qué tanto hemos avanzado, o retrocedido en valores democráticos.