La incapacidad del Estado para establecer el orden en Islay denota hasta qué punto se encuentra indefensa y debilitada la sociedad peruana cuando se trata del principio de autoridad. El Estado ha demostrado una impotencia frustrante ante un problema recurrente, el de la violencia radical, y esto indica que no sabemos cómo procesar el eterno retorno, en los mismos lugares, del fantasma de la subversión ilegal e ilegítima. La debilidad del Estado es consecuencia de la debilidad de la política. Cuando al frente nos encontramos con un líder capaz de señalar un horizonte, con un estadista que tiene un plan, la victoria es posible, incluso cuando esta exige sacrificios.
Pero si, por el contrario, estamos bajo las órdenes de una clase política débil y frívola, preocupada solo por aumentar su pitanza, entonces el Estado no es más que una marioneta fofa que se mece a merced del viento de la coyuntura. Eso es precisamente lo que sucede en el Perú, donde el principio de autoridad, menoscabado y ninguneado, genera incentivos todos los días para la rebelión contra el Estado. Así, la debilidad de la política provoca la destrucción del Gobierno. Más aún si este se esmera en destinar recursos no a la implementación de sus decisiones, sino a la persecución de sus rivales.
“Os ordeno morir”, les dijo Mustafá Kemal a sus soldados en Gallipoli para darle tiempo a los refuerzos y así ganar la batalla. Pero un gobierno que ordena morir sin planificar la llegada de los refuerzos y sin estrategia de victoria está condenado al fracaso y a la pérdida de tiempo. El Gobierno tiene que comprender que los verdaderos enemigos del Estado son los que quieren destruirlo, la quintacolumna filo-marxista, no los que aspiran a competir con el nacionalismo por una presidencia que ha navegado un lustro en la inacción.