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Martín Vizcarra ha entrado con buen pie a esta nueva etapa política de esperanza y moderación para la estabilidad política. El conflicto de poderes que vivimos desde el 28 de julio del 2016 hasta el 23 de marzo del 2018 parece quedar atrás. En un mensaje corto pero convincente, puso las prioridades más sentidas: la lucha contra la corrupción, la educación, la estabilidad institucional y la recuperación de la gobernabilidad.

“Propongo a los congresistas un pacto social a fin de luchar contra la corrupción e impulsar el desarrollo democrático e integrador”. Esta frase es todo un programa de gobierno que implica hacer política permanente y legitimarse ante el pueblo.

Y lo está haciendo con un nuevo estilo de encontrarse con la gente y de viajar al interior, algo que los últimos presidentes olvidaron hacer.

Bien por el Ejecutivo, pero en el Legislativo la historia es diferente. Fuerza Popular ya no es la superbancada que fue y sus líderes están despintados; los hermanos Fujimori han demostrado poca fraternidad y nada de escrúpulos para sacarse recíprocamente del camino del poder. Kenji a punto de ser desaforado y Keiko disminuyó ostensiblemente su aprobación. Todas las bancadas, salvo honrosas excepciones, están bajo sospecha de corrupción. Las turbulencias están en el Parlamento al cual llegará el 2 de mayo el gabinete Villanueva para pedir el voto de investidura. Y están obligados a darlo.

Vizcarra pide diálogo con un gabinete de técnicos y no de políticos, con operadores que conocen su sector. Sin embargo, el telón de fondo, el factor que no está funcionando es la justicia, que altera o determina la política. El Poder Judicial marca malamente el paso sin dar confianza en jueces y fiscales que juegan con penas y libertades. Por ahí falla el posible pacto social. Los desaciertos son severos; generan injusticias claras y descontento absoluto. La judicialización de la política desestabiliza, lamentablemente.

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