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El reciente atentado terrorista con el saldo de más de 70 muertos perpetrado en las afueras del Hospital Civil de Quetta, una ciudad ubicada al suroeste de Pakistán, termina de confirmar a este país de más de 190 millones de habitantes, el sexto más poblado del planeta, con el alarmante registro de ser el más violento en el mundo. El magro suceso de la víspera nos recuerda la fresca masacre del mes de marzo cuando fueron asesinados 132 niños y 9 profesores por los terroristas talibanes. De Pakistán, que es una república islámica con el sétimo ejército más numeroso de la Tierra, cuya independencia solo data de 1947 cuando logró escindirse de la India, considerada su archienemiga en la región, salió librada la entonces niña de 12 años y hoy activista, Malala -Premio Nobel de la Paz 2014-, luego de que sufriera un atentado, también talibán, para impedirle ir a la escuela. El fundamentalismo islámico ha prosperado en esa región como en ninguna otra parte del orbe. Los talibanes se encuentran en Pakistán y en Afganistán, país con el que limita, y de donde realmente surgió el referido fundamentalismo en la década de los años 90, en que aprovechando la retirada soviética de Kabul, tomaron el poder en el país. Los talibanes dominan toda la región de Waziristán, al norte del país y no han desmayado su accionar para enfrentarse al régimen del primer ministro, el magnate Nawaz Sharif, en el poder desde el 2013. A diferencia del atentado del mes de marzo en la escuela de Peshawar, atribuido al Tehrik e Talibán Pakistán, el que acaba de suceder lo ha adjudicado el grupo extremista Jamaat-ul-Ahrar, una activa facción talibán. El gobierno ha gastado en los últimos 10 años más de 80,000 millones dólares para aplacar el terrorismo. Con 50,000 muertos hasta la fecha, el debilitado y deficitario régimen hasta ahora no lo ha logrado y el panorama advierte ser cada vez más sombrío.