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Voluntariamente los peruanos han decidido que la palabra del señor Barata va a misa. Esto significa que la opinión pública caminará durante un buen tiempo al vaivén de las declaraciones del ex factótum de Odebrecht en el Perú. Cualquiera que sea el desenlace, la caja de Pandora ha sido abierta y los que queden de pie después de este vendaval tendrán que reconstruir el país casi desde sus cimientos éticos. Muchos intentarán ponerse de costado ante el huracán (como se ha hecho en Brasil), pero lo mejor para el Perú es realizar una catarsis patriótica que sea el inicio de un proceso de regeneración.

Lo cierto es que todo este escándalo de corrupción debe llevarnos a una severa introspección nacional. Este ejercicio tiene que ser tan profundo como doloroso. Debemos regenerar el país para llegar al Bicentenario. Es hora de que una nueva generación se incorpore a la clase dirigente. Esta nueva generación debe reconstruir el país desde los escombros provocados por esta tormenta perfecta, pero no debe caer en el adanismo de los radicales. El Perú es una continuidad histórica. Debemos luchar contra la corrupción, pero eso no significa liquidar a todos los políticos. Para regenerar al país hemos de contar con la experiencia de aquellos que han construido todo lo que valga la pena rescatar.

El gran peligro de la regeneración nacional es el adanismo, el creer que todo debe elevarse de la nada. La sensibilidad reformista se distancia de la actitud revolucionaria precisamente en la aplicación del realismo político. El realista que opta por la reforma avanza en función del terreno. El revolucionario, aunque funge de científico, vive de una utopía indicativa. Su acción pública es la revolución permanente. La consecuencia de esta ruptura es la destrucción del bien común.