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El poder tiene especial magnetismo para atraer a este tipo de sujetos. Los que viven en y de la política lo saben muy bien, otra cosa es que se hagan los que no se dan cuenta, o que los aprovechen cuando los necesitan. Es que algunas virtudes tienen: son locuaces, empeñosos, audaces, eficientes y muchas cosas más. Los problemas vienen cuando nos percatamos de que son inescrupulosos, incapaces de ponerse límites y de distinguir entre el bien y el mal, entre lo legal y lo ilegal, entre lo moral e inmoral. Y si lo distinguen, no les importa porque algunos son amorales. De este parasitismo no se va a librar nadie, lo que va a diferenciar a un gobierno de otro es su capacidad para detectar y eliminar oportunamente a cuanta garrapata se le adhiera a la piel para chuparle la sangre. En buena hora que un caso como el de Moreno haya aparecido en circunstancias en que recién comienza este gobierno, cuando todavía no han tenido tiempo para hacer más daño. Pero no perdamos de vista que el hallazgo hay que agradecerlo a una iniciativa particular, la de quien consideró conveniente grabar las conversaciones y darlas a conocer. No responde a una acción sistemática del Gobierno y de sus sistemas anticorrupción, lo que hubiera sido preferible. Si ni los partidos políticos más antiguos y consolidados han estado libres de este tipo de prácticas de corrupción, menos lo estarán organizaciones políticas sin cuadros y que prácticamente se forman para postular a las elecciones. El apuro y la desesperación por contar con ayuda para ganar un proceso electoral los expone a dejar las puertas abiertas para la invasión de charlatanes y operadores que luego, si es que ganan, cobrarán caro su apoyo. Este modus operandi se aplica a todos los niveles de poder político que maneja recursos del Estado, desde el gobierno central hasta los regionales y municipales. Estamos avisados.

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