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Cuando nuestra generación jugaba al trompo también dirimía a golpes sus eventuales diferencias con algún vecino. No era lo cotidiano pero ocurría, por lo que teníamos que apelar a una serie de reglas que te hacían digno de pertenecer al grupo ... O de ser marginado. Una de ellas, de las mas importantes, siempre fue nunca patear en el suelo. Caído el oponente no podías aprovecharte de esa desventaja suya para derrotarlo. Pienso en lo útil que era respetar estas reglas para continuar en convivencia social. Hoy la actualidad nos muestra algunos casos de escándalos de tipo político y religioso, donde caídos ya en desgracia por la evidencia y el peso de los hechos, los protagonistas ya en el suelo (y bien merecido), reciben el cargamontón de quienes antes nunca tuvieron la valentía de abrir la boca. Solo cuando la bestia agoniza y ya no representa peligro, se le acercan para meterle un balazo a medio metro de distancia y tomarse la foto. Y el cazador se vuelva tan despreciable como el cazado. El mérito siempre será de aquellos que tuvieron el coraje de iniciar su peregrinación en solitario, señalados y estigmatizados, nadando contracorriente, incluso contra lo políticamente correcto y otras hipocresías que tiene nuestra forma de vivir. A ellos habrá que agradecer, incluso de parte de las mismas instituciones a quienes, finalmente, se les hizo un bien ayudándolos a liberarse de esa enfermedad que ellos mismos, con su propia mano, no fueron capaces de hacerlo. Pero diferenciemos de quienes en su momento nada dijeron pero hoy alborotan la jauría mostrando colmillos babeantes. No son estas adivinanzas que necesitan solución, que buscan a quien chantarle el guante; son conductas que necesitan ser observadas para que alguna lección nos dejen, y apliquemos en tantas circunstancias de la vida que necesitan de nosotros un poco más de civilización.