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El inesperado y brutal suicidio de Alan García ha servido también para ratificar el doloroso diagnóstico de que la nuestra es una sociedad enferma del alma. Ciertamente, uno podía anticipar que algunas reacciones irrespetuosas y maledicentes no pudiesen aguardar a que el mismo 17 de abril empezara a disiparse el intenso dolor de la familia, de los amigos, de los compañeros de García ante la inusitada dimensión de la tragedia, y que personajes curtidos en el arte de abominar descargaran su bilis contra el cadáver aún tibio del expresidente en el Casimiro Ulloa. Se podía entender, digamos, que en plena necropsia algunos desaforados izquierdistas envenenasen las redes con la hiel de sus rencores o que los caricaturistas Carlín y Heduardo insistieran con su trazo de odio; pero más allá de vilezas, uno esperaba que el cardenal Pedro Barreto haga gala de su formación espiritual, de sus dogmas de fe, de su adiestramiento católico. Se pedía que uno de los máximos jerarcas de la Iglesia más importante del país recogiese los preceptos bíblicos, comprendiese el acto estremecedor de un ser acorralado por sus errores y contrariedades, entendiese la circunstancia escalofriante y radical que atormentaba su espíritu y en nombre no del político, no del funcionario público que seguro delinquió, sino del humano que en una situación extrema se llevó una pistola a la sien y se destrozó el cráneo, tuviese un mínimo de compasión, una dosis mínima de piedad. No, el señor Barreto, cuando aún los huesos de García no crujían en el crematorio del cementerio Mapfre de Huachipa, salió a decir como si fuera una urgencia, una necesidad pública, un mensaje imperioso, que no podemos decir que “es víctima del sistema de justicia. Eso es victimizar a Alan García. Tampoco podemos ponerlo como héroe (...). ¿De qué dignidad estamos hablando? ¿Qué ejemplo estamos dando al país?”. Ese es el politizado arzobispo de Huancayo y el tamaño de su conmiseración, de su bonhomía, de su sintonía con Dios. Ese fue su conmovedor mensaje, así se entiende su inclinación por el perdón y así ingresó al sosegado periodo de reflexión en nombre del Cristo crucificado, nada menos, por Semana Santa.