Los discursos presidenciales inaugurales tienen el valor de compartir con el público el imaginario que tiene el presidente sobre cuáles son los problemas de la educación y cómo piensa que podrían resolverse, para lo cual anuncia una serie de medidas.

Al intentar descifrar ese imaginario articulando las diversas medidas anunciadas, se observa una voluntad de compensar las deficiencias del pasado, colocando más dinero para cerrar las brechas que ponen en desventaja a la infancia y a los estudiantes de zonas rurales y vulnerables, y mejorar las condiciones de vida de los docentes.

Con la esperanza de obtener esta vez mejores resultados se reiteran estrategias ya ensayadas antes para la atención integral infantil, cuna más, alimentación escolar, educación técnica (escolar y superior), retorno a la presencialidad, viviendas para docentes rurales, repatriar talentos y la vacunación de profesores, personal escolar y alumnos.

¿Qué queda entonces de aquello que podría diferenciarse de la educación tradicional y orientarse más hacia el futuro a partir de los saberes del siglo XXI? El acceso universal a Internet, ingreso libre a las universidades y la vocación por hacer de la innovación una prioridad.

Si la innovación como estrategia continua en todos los quehaceres de la educación tradicional, el aumento del presupuesto invertido de modo eficiente en las áreas de mayor efecto multiplicador e impacto social y la autonomía de las instituciones educativas van a estar en la médula de la acción educativa del gobierno, en un contexto democrático, podríamos estar frente a un panorama alentador.