Varias veces he leído, sobre todo en el feedback de los foros en redes, la siguiente interrogante: “¿Tú aceptarías que Pedro Castillo sea el profesor de tu hijo?”. El consenso es que nones. Y es que el maestro chotano alojado en Palacio de Gobierno deja mucho que desear a partir de su precaria lucidez académica, y aquí nada tiene que ver su procedencia rural y tantos otros alegatos de victimización.

¿Se acuerdan de Alfonso Barrantes Lingán? El exalcalde de Lima y líder histórico de la izquierda peruana, nacido además en San Miguel de Pallaques, en Cajamarca, dictaba cátedra con su lenguaje parsimonioso, más allá de que la gente congeniara o no con sus ideas. “Él demostró que el camino de la honradez es el único que tiene vigencia y trascendencia en la historia”, dijo el también recordado Henry Pease. Ahora “Frejolito” debe estar revolcándose en la tumba frente al nocivo accionar de su paisano.

Quienes alimentan su ego y lo obnubilan sobremanera, al punto de hacerlo vivir en una realidad paralela, son esos especímenes de la política nuestra que tan bien caricaturizó el gran Tulio Loza en “Camotillo, el tinterillo”: los piquichones, que en otro lenguaje también se les dice sobones, franeleros, lambiscones, adulones y ayayeros. El agravante en este caso es que son ministros de Estado, cuya principal preocupación debiera ser sus portafolios.

Y, si nos atenemos a las palabras del mandatario, está cundiendo el mal ejemplo porque aseguró que los policías se ofrecieron a amarrarle los zapatos para evitarle la fatiga a raíz de una lumbalgia. Difícil de creer porque es una verdad de Perogrullo que para correrse de la prensa sí lo hace tanto o más rápido que Juan Silva y el sobrinísimo Fray Vásquez, prófugos de la justicia.