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Elizabeth Alejandrina Cacsire Janampa tenía 28 años cuando una bala infame perforó su rostro. Segundos antes, se había aferrado a una mochila, según algunos, o a un celular, de acuerdo a otros, quizá con el apremio sorpresivo de creerlos vitales para su supervivencia. Fue en Los Cipreses, un barrio del Cercado como tantos otros de Lima, que dos energúmenos aparecieron entre la oscuridad, luego de acecharla como un buitre a su presa, e intentaron su vil arrebato. Y ante la resistencia de Alejandrina, no optaron por golpearla, amedrentarla o forcejear con ella: Le dispararon en la cara a mansalva. Dos hombres contra una mujer indefensa, dos energúmenos en la oscuridad contra una chica sola, dos malditos cobardes, alimañas, lacras portadoras del inacabable germen del crimen que enferma a nuestra sociedad. No solo es la esforzada vida de una estudiante de ingeniería de sistemas de la Universidad Federico Villarreal la que se han llevado. Es el sufrimiento eterno de sus padres, que no podrán verla graduarse, casarse, tener hijos. Es la tribulación insondable de sus hermanos en las reuniones familiares, la de sus compañeros de estudio frente a su carpeta vacía, la de su pareja tras un proyecto de vida.

Así, mientras los candidatos presidenciales se empecinan en no ofrecer ninguna medida efectiva contra el temor que ha invadido a un país, mientras el Congreso divaga y retrasa la aprobación de un Nuevo Código Penal, habría que plantearse en serio la posibilidad de la pena de muerte. Para quien mata, civil, policía o autoridad. Para quien mata. Sin disquisiciones ni teorías.

Sin afanes disuasivos. Para empezar, solo como un acto básico y elemental de proporcionalidad y justicia.