GF Default - Imported ANS Video id=8fad72e5-655c-428e-943a-9ce73bbf09d3
GF Default - Imported ANS Video id=8fad72e5-655c-428e-943a-9ce73bbf09d3

Ayer domingo celebramos una de las fiestas más importantes del año litúrgico, en la cual al mismo tiempo que hacemos memoria del envío del Espíritu Santo a los apóstoles hace casi dos mil años, los cristianos experimentamos que, gracias a la sacramentalidad de la Iglesia, ese mismo evento se actualiza en el hoy histórico de la comunidad creyente. Pentecostés es el fruto y la plenitud del misterio pascual de nuestro Señor Jesucristo. Con su vida, pasión y muerte, Jesús de Nazaret nos enseñó el camino para llegar al cielo; con su resurrección y el envío del Espíritu Santo nos capacita para recorrerlo, haciéndonos partícipes de su vida divina y de su victoria sobre el pecado que destruye al hombre.

En Pentecostés culminó el proceso de fundación de la Iglesia que, comenzando con la llamada de los primeros discípulos, Jesús mismo fue llevando a cabo para que, cuando Él ya no estuviera visiblemente presente entre nosotros, la Iglesia continuara su misión de anunciar al mundo el amor omnipotente de Dios, hacerlo vivencial en la liturgia y dar testimonio de él a través de obras concretas en la vida cotidiana de sus miembros. El Espíritu Santo rejuvenece constantemente a la Iglesia y, habitando en ella y en el corazón de los cristianos, hace posible que realice la misión que le ha sido confiada por su divino fundador. Viviendo en medio del mundo que cada vez sufre más por haberse alejado de Dios, los cristianos necesitamos ser permanentemente purificados y santificados para ser, en medio de ese mundo dividido y violento, un signo visible y eficaz de amor y unidad. La celebración anual de Pentecostés es la ocasión propicia para que nos abramos al don del Espíritu Santo y podamos servir a esa multitud de personas que, aún sin saberlo, nos necesitan para saciar su sed de felicidad y vida eterna.