Al final sucedió en Colombia lo que era previsible hace meses. La irrupción sorpresiva del outsider Rodolfo Hernández en el tramo final tocó de nervios a los partidarios de Gustavo Petro, el exmilitante del grupo guerrillero M-19, haciendo que el cierre fuera relativamente ajustado (50% vs 47%) significando una diferencia de menos de 700 mil votos, en un electorado de más de 20 millones de colombianos.
Curiosamente, las reacciones iniciales y posteriores a los primeros conteos no fueron violentas. Inclusive el expresidente Álvaro Uribe, a través de su cuenta de Twitter, señaló escuetamente que el fortalecimiento de la democracia exige respetarla y en esa línea, aceptaba el triunfo electoral de Petro. De hecho, ayer mismo Uribe aceptaba el diálogo con Petro, en fecha por definir. Entretanto, los analistas políticos colombianos que desfilaban en los medios de ese país y en los internacionales, mostraban en algunos casos abierta simpatía, y en el peor, una prudente preocupación. Sin duda, quieren creer. ¡Pero cómo les cuesta!
Y es que Petro no ha saltado directamente desde la guerrilla –como le dicen allá– a ocupar cargos de elección democrática. Ha sido nada menos que alcalde de Bogotá (2012-2015) y encima, senador desde el 2006. Además, fue candidato presidencial desde el 2010. Construyó su figura política paso a paso. Y a su alrededor, se abroquelaron las fuerzas de izquierda, incluyendo a los militantes y simpatizantes de los otros grupos terroristas.
El Acuerdo de Paz que suscribió el expresidente Santos le cedió curules en el Parlamento, y a muchos de ellos, los indemniza el Estado. El triunfo de Petro no es sino un premio más que el pueblo y el Estado colombiano han conferido a quienes se alzaron en armas y que asesinaron, secuestraron, torturaron y desaparecieron a miles de ciudadanos colombianos que solo querían vivir en paz y hacer sus vidas. ¡Qué difícil entenderlo!