En mi columna del 4 de febrero, pedí al presidente Francisco Sagasti que le hiciera un favor al país y sacara del liderazgo del Minsa a Pilar Mazzetti.
“No es posible, presidente Sagasti, mantener seis meses a quien debe ser la peor ministra de Salud del hemisferio”, escribí entonces. Hoy podemos decir que no solo fue la peor, sino la más indigna.
Y valgan verdades, con las mismas arqueadas y frente al mismo excusado, ese mismo asco alcanza también para el expresidente Martín Vizcarra, la canciller Elizabeth Astete y muchos otros funcionarios públicos que usufructuaron del poder para un abyecto beneficio particular. ¿Se burlaron de todos?
Qué bueno que solo fuera eso, que se hayan burlado de la prensa, la que finalmente destapó el escándalo, de quienes aún gozamos del privilegio de no tener COVID-19 o de los que tras un largo peregrinar entre las tenazas feroces de la enfermedad, hayan escapado de la muerte.
Quizá ni importamos. Pero, ¿y los 300 médicos fallecidos que no retrocedieron frente al peligro ni se arredraron ante los elocuentes signos de una enfermedad letal? ¿Los que no se doblegaron porque había que respetar la dignidad omnipresente de un juramento hipocrático? ¿Y las más de 100 enfermeras que sucumbieron por la magnitud de su valentía?
Por su amor al prójimo, por las dimensiones sin fronteras de su deseo de servir y de cumplir, por la esencia de su magnanimidad. ¿A ellos qué les dice señora Mazzetti, señora Astete, señor Vizcarra? ¿Qué mensaje pueden darles a sus viudas y huérfanos? A los que ahora se debaten entre la vida y la muerte en el infierno entubado de una cama UCI.
A los que se ahogan por la falta de oxígeno. A los que siguen muriendo, cada instante, decenas en cada hora, y que no tuvieron el privilegio del poder para colgarse la medalla del deshonor, la vileza y la cobardía con el que ahora estos tres afrontarán sus vidas. Qué pedazo de país somos, qué tipejos habitan en él, qué poca cosa, qué miseria humana, qué pobres diablos.