Caminamos lentamente hacia la fragmentación nacional. El Perú, por la ausencia de referentes centrales, corre el peligro de convertirse en un reino de taifas. La descentralización, históricamente mal concebida y peor implementada, agudizó los problemas del regionalismo, acentuó las diferencias superficiales, generó una burocracia peligrosa en su ombliguismo y enfrentó regiones que, en vez de crear sinergias, prefieren vivir de espaldas entre sí. Un país invertebrado es el sendero seguro para la mediocridad regional y la irrelevancia estratégica en el Pacífico Sur.
Nuestra crisis está vinculada a esa fragmentación social que tiene una dimensión política y económica muy marcada. En la tormenta perfecta de nuestras desgracias, el país invertebrado acentuó la división logrando casi la unanimidad electoral contra la capital. Pareciera como si Lima hubiese fracasado en su intento de unificar el Perú en torno a objetivos realistas y permanentes. Ningún país sobrevive si los polos de desarrollo se enfrentan entre sí. Todo reino dividido, tarde o temprano, será asolado. Y eso es precisamente lo que nos está pasando.
Abraham Lincoln, siguiendo a las Sagradas Escrituras, hablaba de “la casa dividida”. Eso somos. Una nación escindida, en guerra civil permanente, sin una clase dirigente capaz de unificar, sin un proyecto concreto de desarrollo, con el aparato del Estado en manos de camarillas que utilizan el derecho como instrumento de venganza. Un país con estas características solo puede colapsar. Y sí, al hundimiento nos estamos dirigiendo con una tenacidad digna de mejores causas. La división nacional debe cesar, los partidos políticos tienen que firmar acuerdos viables y el inútil y castrante enfrentamiento entre Lima y el resto del país debe transformarse en colaboración y fraternidad. ¿No se trata de eso la celebración del Bicentenario?