Un día como hoy, hace 228 años, se produjo la histórica Toma de la Bastilla, un recinto carcelario medieval parisino que simbolizaba el despótico Antiguo Régimen imperante. Dicha toma es considerada el estallido de la Revolución Francesa -fue el 14 de julio de 1789-, el acontecimiento más extraordinario de la sociedad internacional durante el siglo XVIII y que por su trascendencia marcó el final de la Edad Moderna y el inicio de la Contemporánea. La ebullición de un pensamiento contestatario, finalmente ganó trecho a un largo statu quo injusto y arbitrario que imponía los caprichos del monarca sobre los súbditos, para quienes su destino estaba en una relación de completa dependencia con los reyes. A partir de ese momento, el propio hombre se convirtió en el centro del proceso renovador de su existencia aprehensible de derechos por excelencia. De allí que la Revolución se tiró abajo el concepto del derecho divino que justificaba el absurdo derecho absoluto monárquico. Luis XIV, llamado “El Estado soy yo”, fue la manifestación más evidente de aquel sistema por muchísimos años imperante. Advenido el referido cambio sustentado en el derecho natural que tanto promovieron los pensadores de la Ilustración como Voltaire, Rousseau y Montesquieu y los enciclopedistas como Diderot y D‘Alembert, la Revolución Francesa se convirtió en la génesis de la proclamación de los derechos individuales consagrando la tesis de que todos los hombres somos iguales por naturaleza y que la ley se convertía en ese instante en la mejor garantía de ese intrínseco derecho. Así, surgieron con la Revolución los derechos humanos que son superiores y anteriores a la norma jurídica o positiva. El legado más excelso del que fue testigo el Palacio de Versalles, que dejó de ser el lugar del frívolo festín de la nobleza parisina aduladora del rey, fue lograr trasladar la soberanía del monarca a la soberanía del pueblo eso fue lo extraordinario y revolucionario-, pregonando el final de la milenaria sociedad esclavista anterior.