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Turquía se ha convertido en blanco de atentados terroristas, pero cuidado, no podemos afirmar que todos sean del Estado Islámico (EI) que, por cierto, al cierre de esta columna no se ha atribuido la reciente masacre (51 muertos) en la ciudad de Gaziantep, a escasos 50 km de la frontera con Siria. La premisa anterior no es descabellada. El país, con 79.5 millones de habitantes, y ubicado en el punto de equidistancia de la región euroasiática, ha visto alterada su estabilidad política y social hasta por tres frentes que conviene considerar en nuestro análisis: 1) La acción del siempre rechazado Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), cuya nación -los kurdos- lucha por su independencia y por convertirse en un Estado soberano; 2) El movimiento del clérigo islamista Fethullah Gülen, al que se ha responsabilizado del frustrado golpe de Estado contra el régimen de Recep Tayyip Erdogan; y 3) El ya referido Estado Islámico, que viene operando en la zona de la frontera turco-siria. Es evidente, entonces, que el gobierno de Erdogan, que considera al PKK y al EI como grupos terroristas, está “pedido”, acrecentándose la inestabilidad del país. Me explico. El reciente viaje del presidente a Moscú para recomponer la relación con ese país pareciera haber exacerbado al EI (sunita), que considera a Rusia e Irán (chiita) sus archienemigos en la región. En el frente interno turco, entonces, la convivencia por ahora es penosamente inviable. Pero esta ausencia de normalidad política no es reciente. Por increíble que parezca, el Gobierno, que en el pasado se hizo de la vista gorda para no impedir que el EI atacara a las milicias kurdas, ha acusado al propio EI del atentado en la boda kurda en el sur del país y, a su vez, los grupos kurdos insurgentes no han cesado de enfrentarse al gobierno turco, que rechaza su autonomía. Sin duda, Turquía es, hoy por hoy, un país fracturado.