En el Perú, duele decirlo, la voz del pueblo no siempre es la voz de Dios. Recuerden que el mismo papa Francisco nos increpó: “¿Qué pasa en Perú que todos los presidentes acaban presos?”. Llevamos largos años equivocándonos frente a las urnas, tropezado con la misma piedra (la de la decepción). Halla asidero, entonces, esa otra frase popular que sentencia que “cada país tiene los gobernantes que se merece”. Y en este contexto de poco tino, Diosito no posee ni voz ni voto.
Una verdad irrebatible es que, si el postulante que gana los comicios, luego muestra su verdadero pelaje, de lobo, peligroso para el bienestar de la nación, es porque a la población aún le falta intuición, dos dedos de frente, conocimiento, preocupación por auscultar al receptor de su sufragio, y algo demasiado importante: cerrarle el paso a los aventureros que buscan las mieles del poder para embadurnarse y endulzar su ego. El Estado casi es visto como un botín.
Como tampoco se puede dorar la píldora y negar que el Perú ha caído en un hoyo, rajado por la mitad, con dos posturas políticas irreconciliables y partidos políticos perdedores dando vueltas como moscas para ver qué agarran para provecho propio, sin importar que antes que un fajín ministerial o cualquier cargo público está la defensa de la democracia, teniendo como premisa que todo “cambio” se ejecute bajo los parámetros de la Constitución.
Finalmente, qué triste espectáculo político-electoral estamos dando ante los ojos del mundo y que las redes plasman con el hashtag #ConFraudeNoHayPresidentePeru. Lo que diga el JNE se desdibujó hace rato. Eso sí, la democracia no es solo la voluntad de la mayoría sino el respeto a los derechos de las minorías.