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A la fecha, más de 130,000 venezolanos han solicitado el estatus de refugiados en el país, pero solamente 400 de ellos así han sido reconocidos. Otra vez las ONG “promotoras” de los derechos humanos intervienen para requerir al Estado peruano que otorgue esa condición no solo al referido elevado número de peticionarios, sino a todos los venezolanos que han ingresado al país, que suman al día de hoy más de 680,000 y para fines de 2019 serán 1.3 millones. Eso no es posible y lo voy a explicar desde el Derecho Internacional, que es como corresponde. Para calificar de refugiados deben cumplirse dos condiciones: 1) Huida del lugar de origen al advertir un acto persecutorio, y 2) La inminencia del peligro de perder la vida por la violencia del conflicto armado o de una guerra civil. Nos guste o no, en Venezuela no lo hay. No configura la realidad de Siria, donde sí existe una incontrastable guerra interna que originó una de las más grandes oleadas migratorias contemporáneas. Los refugiados, entonces, son aquellos que llegan a cruzar las fronteras del Estado del que proceden -si acaso no lo logran, quedan en la condición de desplazados-, recibiendo auxilio y protección -repito- porque sus vidas peligran. Esta concepción es abrumadora en la doctrina del Derecho Internacional y fue gestada desde la creación del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) en 1950 como consecuencia de las masivas migraciones que siguieron al final de la guerra de 1939. La gente en Venezuela emigra, esencialmente, por la razón económica. No es que el régimen de Maduro persiga a todos los migrantes para matarlos. Los hay, pero son contados con los dedos de la mano, y huyen para no terminar como el policía Óscar Pérez, acribillado por la dictadura (2018), a pesar de haberse rendido. El migrante sale del país buscando una oportunidad para realizarse -ese es su mayor drama-; en cambio, el drama del refugiado queda configurado cuando, por no lograr huir de sus persecutores, podría terminar muerto. Ser refugiado, entonces, significa contar con el status de protegido, y ese carácter jurídico solo lo concede soberanamente el Estado adonde ha llegado.