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¿Se puede enseñar amabilidad o bondad? Es una pregunta que la neurociencia intenta responder hace varias décadas. Desde la psicología positiva, sabemos que la bondad -actuar con amabilidad- es una experiencia que transforma al cerebro mismo. La experta en neurociencias Patty O’Grady resalta que “los niños y adolescentes no aprenden a ser amables solamente pensando en ello. La amabilidad se aprende sintiéndola (practicándola)”.

Ser amable trae muchísimas consecuencias positivas, tanto a nivel individual como colectivo. Para empezar, al ser amables generamos más endorfinas y activamos las zonas de placer que promueven la conexión social, la confianza y el placer. Estos sentimientos son contagiosos. Repasemos un poco nuestras vivencias: ¿cuántas veces se nos pegan estados de ánimo? Es difícil continuar enfadado si las personas con las que interactuamos se mantienen genuinamente de buen humor.

Cuando somos amables, promovemos un clima en donde todos nos sentimos más aceptados, lo cual mejora nuestra autoestima. La necesidad de pertenecer es universal y humana. Estudios en adolescentes demuestran que los estudiantes que asisten a salones de clase, en donde se promueve activamente una cultura de inclusión y aceptación, presentan mejores indicadores de salud mental que el promedio de chicos de su edad.

El educador y psicólogo Maurice Elías nos recuerda que la amabilidad y la bondad se pueden enseñar. Sin embargo, para que florezcan, necesitamos preparar el terreno, nutrirlo y fertilizarlo. Algunas ideas para que esto suceda en nuestro salón de clases y fuera son: identificar cuándo somos amables y nombrarlo; reconocer públicamente a los estudiantes o miembros de nuestra familia cuando son amables (poniendo sus nombres en la pared); y enseñando a ser tolerantes. El ejercicio de la tolerancia genera conexiones cerebrales. Estas conexiones son la red que soporta y sostiene nuestra capacidad de ser amables y bondadosos. Empecemos hoy mismo: seamos cada día un poco más amables.