La única persona del Gobierno que eligió la acción antes que el discurso o el Twitter fue el ministro de Justicia, Aníbal Torres. Envió un oficio a la fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos, sugiriendo que los restos del genocida Abimael Guzmán sean incinerados. Al día siguiente, la máxima autoridad del Ministerio Público presentó un proyecto de ley para que jueces o fiscales dispongan de los cadáveres y decidan su destino final de acuerdo al interés social. De esta forma se abre paso a la cremación de los restos del cabecilla terrorista.

Mientras tanto, más allá de las palabras de rechazo al terrorismo vía redes sociales y en algunos mítines en Cajamarca, el presidente de la República, Pedro Castillo, no ha hecho nada más luego de la muerte del más grande asesino en la historia del Perú. Ningún gesto político a la altura de las exigencias. Además, nunca ejerció el liderazgo para imponer la autoridad que le corresponde en esta coyuntura. Nunca se puso a la cabeza de las manifestaciones de indignación nacional para pedir leyes que eviten que el cuerpo de Abimael Guzmán sea enterrado y se convierta en motivo de culto de sus seguidores. ¿No podía o no quería?

Lo de algunos ministros es peor. Han mostrado un elocuente silencio, que a estas alturas es vergonzoso. Al terrorismo hay que combatirlo con mano dura y promoviendo mecanismos y leyes para que no resurja y nunca más vuelva. Ya es momento que el jefe de Estado y el gabinete ministerial se pongan a la altura de las expectativas de los peruanos, lejos de tibiezas con bandas de asesinos.