Los cristianos celebramos en el Domingo de Resurrección el regreso de Jesús como señal del cumplimiento del plan divino de Dios, después de haber pasado por el martirio de su crucifixión. Esta fecha es muy importante para nuestra gran comunidad, porque nos convoca a un momento de reflexión y tratar de entender nuestro papel en esta vida.
La nación vive uno de sus capítulos más difíciles desde su fundación como república. El deterioro y descomposición del Estado es notorio, siendo la corrupción, delincuencia y narcotráfico, elementos de una espiral de violencia en crecimiento.
Por un lado, está el mal generado por sectores y ONG asalariadas del globalismo que nunca ganaron elección alguna, pero que, sin embargo, dictan la agenda pública para guarecer sus privilegios de castas adquiridos los últimos 20 años, y que han copado el Poder Judicial, fiscalía, medios de comunicación, sistema electoral, entre otros.
Por otro lado, la aparición de mesiánicos fariseos “hijos del pueblo” que prometen “no más pobres en un país rico” conduce al país hacia un sendero ya conocido, convirtiéndonos, otra vez, en un país en quiebra. La improvisación y escasa capacidad de este gobierno, y la inexperiencia y falta de compromiso del Congreso, arriesgan todo lo avanzado hasta ahora.
El desencanto popular, en gran medida justificado por la falta de institucionalidad estatal para brindar soluciones reales, está obligando al populorum a mirar propuestas de corte autoritario o hacia una nueva constitución “cavernaria” a la chilena.
Urge, entonces, una coalición ciudadana con capacidad de generar confianza en la población, con acciones firmes con respecto a la política y a la gestión pública, reformas vitales para fortalecer la participación ciudadana y la eliminación de la impunidad. Lo que hagamos ahora estará ligado al bienestar o desgracia de las generaciones futuras.