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Todos felices por haber visto a perro, pericote y gato en Palacio de Gobierno cuando se promulgó la nueva ley de la Contraloría. Pasada la primera impresión, hoy surgen los cuestionamientos por una norma calificada como “ley de la impunidad” en cuanto exonera al Congreso del control externo.

Se requería el fortalecimiento de la Contraloría, pero no al precio de que se la limite en su capacidad de fiscalización del Parlamento hoy mayoritariamente dirigido por el fujimorismo cuya lideresa mayor, Keiko Fujimori, está en serios problemas judiciales. Y en un lío de altos decibeles con su hermano Kenji y su bancada.

El Congreso no ha salido bien librado de los últimos acontecimientos. Necesita limpiar su imagen dados los bajos niveles de aprobación que tiene en la ciudadanía. Y no ayuda para nada esta norma que le confiere un privilegio inadmisible.

A sus funciones esenciales de legislar y representar, los parlamentarios unen la de fiscalizar y para ello necesitan autoridad moral y transparencia. El fiscalizador por excelencia debe ser también fiscalizado. De otra forma el esquema no funciona, la confianza de la población se rompe y se lesiona la representación. El Congreso requiere de un control externo y con esta ley, el Parlamento queda eximido del mismo y podrá hacer lo que quiera con sus recursos que no son pocos. Muy mal pie para la lucha contra la corrupción que signa la presente etapa y debe darse en todos los ámbitos, en especial, en los que más poder ostentan.

El Parlamento está bajo la sombra que han dejado los audios y videos que han exhibido claramente las modalidades de actuación y enriquecimiento de algunos congresistas. Con el desafuero de los involucrados -en ese nefasto toma y daca que fue la negociación de votos- no se producirá el saneamiento moral que requiere el Legislativo. A rectificar.