En el país donde confluyen todas las razas del mundo, Estados Unidos de América, el racismo sigue siendo un problema transversal a lo largo de su historia y del que no pueden salir a pesar de jactarse de ser reconocida como la nación más desarrollada. Lo que viene sucediendo en los últimos meses es una escalada inmanejable de racismo estructural que ya traza como un asunto que va a impactar en el proceso electoral que se avecina.

No debería serlo porque su abordaje, de larga data, debe ser siempre superior a cuestiones circunstanciales o coyunturales, y muchos menos a la política, cuya clase política ha sido incapaz de atenderla y detenerla. Es una ironía en un país que se ha destacado siempre por su heterogeneidad, pero todo parece ser de papel. Ni siquiera el actual presidente de la nación más poderosa del mundo, que es negro, ha podido promover y liderar una acción innovada sobre lo que debe entenderse por integración a partir de la pluralidad racial y cultural. La matanza del último jueves en la antigua Iglesia Emanuel, donde dijera sus pregones el mayor activista negro del siglo XX, el asesinado pastor Martin Luther King, en la ciudad de Charleston, en Carolina del Sur -históricamente el territorio más racista del país-, por manos de un joven blanco, está confirmando que se trata de un problema de otra dimensión: el puro racismo y discriminación del negro por el blanco.

A Estados Unidos, un país con una población negra que llega a las 40 millones de personas, le está faltando una mirada hacia adentro de verdad. Si el Gobierno no la atiende frontalmente, la violencia podría desbordar y, junto a ella, el desencanto social que puede herir a la construcción del Estado Nación, algo que tanto preocupa a los políticos en ese país.

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