Lo conocí hace más de quince años pero la primera memoria que tengo con él es la de dos peruanos caminando rápidamente por la Gran Vía de Madrid buscando infructuosamente el local de campaña de Solidaridad Nacional en la Villa y Corte. Recuerdo claramente su paso apresurado, su tenacidad (¡vamos, rápido!) y su alegría. Siempre ha sido un tipo simpático en el juego corto, duro en las frases y sincero hasta el salvajismo. En un país como el nuestro, su triunfo es el triunfo del emprendedor.

Aunque nunca me lo ha dicho, tengo la impresión que ingresó en la política por ese afán que tienen algunos de seguir lo que dijo Benedicto XVI: “los católicos tienen que participar del diálogo de nuestro tiempo”. Algunos lo hacen para obtener beneficios propios y esto se nota con el tiempo. Otros, para servir. Que un católico convicto y confeso como Rafael arriesgue su prestigio y patrimonio para construir el bien común es un gran ejemplo para todos. Y un acicate para los que se quejan desde la oscuridad y no se animan a encender una luz para el mundo.

Rafael tiene ante sí un trabajo inmenso y complicado. La situación favorece a los audaces y premia a la gente que habla con libertad. Suceda lo que suceda, los limeños han elegido a un hombre de éxito material y espiritual, a un peruano comprometido desde hace décadas con los más pobres. En un país más generoso, Rafael recibiría el apoyo inmediato de todas las fuerzas que luchan contra la tiranía de lo políticamente correcto. En el Perú habrá que conformarse con apelar al sentido común y remar juntos contra la corriente autoritaria que busca liquidar lo que queda de la democracia.