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No sé si el Día del Padre habrá servido, además de impulsar obsesiones compulsivas de consumo, para evaluar qué tanto la paternidad es responsable, a diferencia de la maternidad, del estado de cosas en el país. De la crisis de seguridad ciudadana, por ejemplo. Quienes son el dolor de cabeza para cualquier plan de gobierno, para las fuerzas policiales desbordadas y la sociedad impotente, son hijos, tienen padre, alguien los trajo a la vida, a esa vida, y los dejaron aquí, si es que no les enseñaron, con el ejemplo, a hacer lo que hacen: delinquir. Sería simplista en exceso diferenciar roles entre padre y madre, para atribuir solo al padre las consecuencias de su ausencia en las familias, esas que ahora les llaman disfuncionales, cuando podemos encontrar miles de ejemplos del efecto contrario. La excepción no hace la regla. Pero nadie puede negar en el núcleo familiar el inicio del problema, mucho antes que en la escuela, las iglesias, en la calle, en la eficiencia policial o judicial, en los fracasos de la educación o, finalmente, en las cárceles, los centros de readaptación social que no readaptan a nadie. La familia, por naturaleza, moldea, con todo derecho y libertad, el futuro de su descendencia. La ausencia de familia, o de quienes ejerzan ese rol, expone al caos a ciudadanos que no logran encajar en las normas de respeto a las leyes. Si bien la influencia familiar sobre el individuo está presente hasta el fin de sus días, su peso va de más a menos conforme pasa el tiempo. Paradójicamente, cuanto más libre sea o se sienta un individuo, menos determinante puede parecer el rol que la familia ejerce sobre su conducta. Por eso es que se dice que no hay educación de valores, que estos no pueden enseñarse, solo aprenderse. Y que es el ejemplo que recibe una persona, de sus padres y entorno más próximo, el que funciona como patrón de su propio comportamiento libre. Son solo dos cosas que el padre debe dejarle a sus hijos: raíces y alas. Quien vuela sin raíces no vuela bien, quien echa raíces sin alas, tampoco.